A la
mañana siguiente lo vuelves a ver, igual que siempre, un poco más cansado de la
vida. Y esos ojos cada día tienen menos valor para mirar más allá de su parcela
de suelo. Y tú te sientes acorralado. Fuera de lugar.
Tanta
gente pasa por su lado y no se dignan a mira, pero lo ven. Lo ven desecho y
cada día un poco más viejo, y se le van notando los golpes de la vida, las
horas muertas en esa calle. Pero
lo ven y
evitan sus ojos negros, evitan su esfuerzo de levantar la mirada y dedicar una
sonrisa sincera al viajante. Mañanas frías, tardes tristes y noches desiertas.
Y tu piensas en que estará reflexionando si es que tiene los cojones de
hacerlo. Si tiene la suficiente valentía para pensar en su vida y no
derrumbarse más que el suelo. Y que pensará de ese suelo sucio llena de
hipocresía.
Y esta
mañana lo has vuelto a ver y le has visto un poco más marchito. Comía quien
sabe que, y pensaba en quien sabe quien mientras la gente vestida corbata
resoplaba por tener tantas cosas que hacer. Él pedía limosna, o que la vida
fuera un poco menos puta con él y fue el único que se dio cuenta de la
situación. La vio ocupada con su equipaje lleno de vejez, bajando las escaleras
de la entrada del tren como podía y mal diciendo su espalda y sus piernas que antes
habían sido fuertes. Iba ella demasiado cargada y nuestro vagabundo se dio cuenta.
Simple acto
pensaste tu, pero te diste cuenta que nadie más a tu alrededor dejo de pensar ni
un minuto en si mismo. Observador. Es él el que menos tiene, él el que más da.